EMPEZAR DE CERO

La funcionaria narigona



Golpean al lobo hasta que muerde, y luego dicen que es malo.

Mi vida podría haber continuado por el previsible camino por el que discurría, si no llega a ser por ese golpe de azar que ahora me obliga a cuestionarme la existencia de la casualidad.

Creo que fue un miércoles, lo que es seguro es que era el día diez de marzo del año 2.020. No cobré el paro ese día, como venía haciéndolo desde hacía un par de meses cada día diez, desde que mi jefe decidió despedirme sin motivo alguno, poco después de que Cabrona-Lapiedra se divorciara de mí. Es cierto que las desgracias nunca vienen solas. Sé que arrepentirse no sirve de nada, que no es más que tiempo tirado a la basura, que el rencor es como beber veneno esperando que muera otro; pero es que desearía tanto poder retroceder y no reírle ni uno de sus estúpidos chistes al que me pagaba el sueldo, y no pasarle una por alto a la que sabía que me estaba mintiendo. Me gustaría no haberme humillado por conservar un miserable empleo y un infeliz matrimonio. Pero no es posible cambiar el pasado, solo me queda el consuelo de lamentarme, de refocilarme en el dolor como el cerdo en la cochiquera.

Me armé de paciencia, pedí cita por internet en mi oficina de empleo y el viernes acudí puntual para esperar un par de horas a que me atendieran. Una vez que la funcionaria tuvo a bien dejar de charlar con su compañera y pasar el turno, me senté en la mesa que indicaba la pantalla parpadeante.

Ella inició la conversación sin tan siquiera mirarme. Una aguda voz nasal manó de una cara femenina que podría competir en puntos geodésicos con el Aconcagua:

—Buenos días, dígame.

—Buenos días. Vengo porque este mes no he cobrado —contesté con toda la acrisolada amabilidad que pude encontrar en los rincones de mi maltrecha alma.

—Bueno, pues vamos a ver qué ha pasado. DNI, por favor —me solicitó la narigona funcionaria.

—Veintiún millones…

—Que saque usted el DNI —me interrumpió con tono impertinente—, no que me lo diga.

Obedecí en silencio y lo dejé sobre la mesa, frente al teclado que ella aporreaba de forma frenética. Al cabo de un rato lo giró con la punta del bolígrafo para leerlo. Por primera vez me miró a la cara, observó el documento y volvió a clavar sus ojos en mí, esta vez de manera inquisitiva, antes de teclear con fuerza los números que me identificaban como uno más del sistema; esos dígitos que conformaban mi identidad para ese ser abstracto y todopoderoso que es la Administración Pública. Enseguida supe por su expresión que algo no iba bien…, o no como ella esperaba. Esa desconocida, que podía revisar mi vida administrativa de cabo a rabo, entrecerró los ojos como si tratara de desentrañar un jeroglífico. Pulsó varias veces una de las F situadas en la parte superior del teclado con el vigor suficiente como para atravesar la mesa —creo que fue F3— y volvió a marcar los números de mi documento, esta vez prestando mucha atención a cada dígito.

—¡Maribel! —gritó mientras giraba la cabeza hacia la derecha.

De entre los armarios situados tras la fila de funcionarios se abrió la disimulada puerta de un despacho, de la que emergió una mujer pelirroja como lo haría un Miura colorado de los toriles.

—¡Dime! —respondió cuando se paró junto a ella, aunque con el tono de voz que utilizaría alguien si su interlocutor fuera duro de oído y estuviera situado a cinco metros de distancia.

En ese lugar todos hablaban muy alto.

—Mira esto —le dijo la funcionaria señalando la pantalla, que se encontraba inaccesible para mi visión.

—¿Seguro que es él? —No daba crédito—. ¿Es usted? —me preguntó a mí.

No supe qué contestar.

—Es él —le respondió la golpeadora de teclados.

—¿Cómo es posible? —volvió a preguntar Maribel.

—Será un error —aventuró la funcionaria.

—¿Qué ocurre? —osé preguntar.

Ambas me miraron con desaprobación, como si hubiese interrumpido una conversación privada.

—Pues que está usted muerto —me informó Maribel.

Tampoco supe contestar a eso.

Mi primera interlocutora giró la pantalla para que lo viese por mí mismo. Solo observé códigos alfanuméricos sobre un fondo verde.

—¿Lo ve? —me preguntó Maribel.

Ese no era un lugar donde las preguntas tuvieran fácil respuesta.

—¿Y qué puedo hacer? —balbuceé.

—No estoy segura, nunca nos había pasado —confesó Maribel—. Creo que debería usted ir a los juzgados y pedir una fe de vida y estado… Supongo que habrá fenecido la persona que tenía el número anterior o posterior a su documento de identidad y que, por error, el funcionario encargado de las bajas definitivas se ha equivocado al teclear. Como todas las Administraciones estamos conectadas, nuestro sistema informático le ha cortado la prestación por desempleo al detectar su fallecimiento. Cuando los funcionarios del juzgado civil vean que aparece usted como finado, ya le informarán del procedimiento de… resurrección.

Ambas estallaron en carcajadas por la ocurrencia de la pelirroja. Debido a mi estado de shock, yo casi no entendía lo que me decían.

—Si es que le interesa volver a su antigua vida —apuntilló la trabajadora que permanecía sentada—, porque tenga en cuenta que el azar le ha dado una oportunidad para empezar de cero que a muy pocas personas se les presenta.

No supe si hablaba de forma irónica. Utilizó el tono de voz que alguien normal usaría para insinuar algo, pero a mí costaba procesar la información en ese momento, y en ese lugar todo parecía muy difícil de entender.

Empujó mi DNI con la punta del boli, en un gesto inequívoco para que lo recogiese y lo guardara. Yo obedecí la orden implícita y me levanté.

—Fíjate cómo es la gente: Ni las gracias nos ha dado —escuché que comentaban a mi espalda.

Salí del edificio aturdido, como narcotizado. Me apoyé en la fachada y respiré profundamente varias veces tratando de inspirar cordura y espirar ansiedad. Como un rayo en mitad de la noche, en mi mente se iluminó la idea de que casi no me quedaba dinero en efectivo. Saqué la cartera y comprobé que no llegaban a sesenta los euros que custodiaba mi sintética caja de caudales portátil. Me dirigí a la avenida paralela a la calle en que me encontraba, donde las sucursales bancarias abundaban como las vanidades entre los tendentes al drama. Sospeché lo peor, y mis temores se hicieron realidad cuando el cajero automático se tragó mi tarjeta de crédito sin tan siquiera solicitarme el PIN. No cejé en mi empeño, accedí al interior de la sucursal y, tras otra larga espera, una empleada me explicó, con un brillo de recelo en los ojos, que mis cuentas se encontraban bloqueadas por Hacienda y debería acudir allí para más información. No me hacía falta: Ya sabía que estaba muerto.

En la calle volví a respirar profundamente otra vez y pensé que lo mejor sería seguir el consejo de Maribel. Tardé unos veinte minutos en llegar andando hasta los juzgados. No quise utilizar uno de los pocos viajes que me quedaran en el bonobús; no sabía cuándo podría volver a recargarlo.

Una multitud se apiñaba en la puerta del edificio en el que reside la mujer armada con una espada y una balanza. Gritaban y se empujaban tratando de acceder. Unos guardiaciviles les impedían la entrada.

—¿Qué pasa? —pregunté a un hombre que observaba la escena desde lejos, con las manos a la espalda, como el jefe de pista de un circo, el ensayo general.

—Han cerrado los juzgados por el coronavirus —respondió sin aplicar ninguna emoción a sus impactantes palabras.

—Pensé que había pocos casos todavía en España —dije en busca de más información. Necesitaba datos que aclarasen la locura que estaba viendo y, por la actitud de ese hombre, él parecía poseerlos—, que lo grave estaba en China y en Italia… y decían que era solo como una gripe…

—Ha llegado hasta aquí —me interrumpió—. Dicen que mañana se va a declarar el estado de alarma y nos van a confinar a todos en nuestras casas. Lo más sensato será aprovisionarse de latas de conservas y de papel higiénico… por lo que pueda pasar.

Se fue y me dejó ahí con la palabra en la boca, que se quedó abierta por la impresión. «Estado de alarma» repiqueteaba en mi cabeza como un badajo en la campana. ¿Por lo que pueda pasar? No había elegido el mejor de los días para resucitar, así que desistí de hacerlo. Me encontraba agotado y anquilosado. Los hombros y el cuello me dolían como si hubiera cargado con el Cristo del Gran Poder durante horas. Seguramente el lunes habría pasado la histeria colectiva y sería más fácil realizar los trámites legales que fueran necesarios.

Di un paseo hasta el piso de alquiler en el que vivía desde mi reciente divorcio. La caminata me ayudó a despejar la mente y ver las cosas con más perspectiva. Mi muerte administrativa y una pandemia mundial no podía suponer el fin del mundo.

Llegué a casa con una sensación de vacío sobre mi ombligo, pensé que era hambre. Sin ni siquiera aliviar las ganas de vaciar la vejiga, abrí la despensa para decidir con qué llenar mi estómago y, como ya me había pasado otras veces, me quedé con la manivela en la mano.

—Maldita sea mi estampa.

De tantas veces mal puesta, como si se tratara de una alegoría de mi vida, los tornillos habían cogido holgura y no pude volver a colocar la manivela en su sitio. Fue la gota que colmó el vaso.

—¡Joder! —grité a la vez que golpeaba el marco de la puerta con la mano libre.

Saqué la caja de herramientas de debajo del fregadero y busqué un destornillador de estrella. Seguía teniendo ganas de orinar, pero esta vez no iba a volver a posponer algo que llevaba demasiado tiempo dejando pasar. Por una vez no iba a procrastinar, y terminaría una de las mil malditas cosas que tenía pendientes. Solo así podría dejar de sentir esa desagradable sensación que me acuciaba desde hacía meses.

La despensa es una minúscula habitación cuadrada en dos de cuyas paredes reposan estanterías. Un adulto de tamaño medio puede entrar, pero con dificultad cerrar la puerta que se apoya contra la tercera pared. Metí barriga, que aun así rozó con la madera, y pegué la espalda a los estantes. Conseguí pasar. Cerré y descubrí con horror que la manivela interior era fija.

Es de adorno…

Nunca la había utilizado en los pocos meses que llevaba viviendo en ese piso.

No pasa nada, la desmonto y punto.

Desatornillé y saqué la manivela y el pasador que la unía con la del exterior, pero tampoco así pude abrir la puerta. El mecanismo se había quedado fijo y no podía moverlo ni con el destornillador ni con nada.

¡No me lo puedo creer!

Eché mano al bolsillo trasero izquierdo de mi pantalón, pero palpé en vano.

¿Dónde cojones…?

Me acordé de dónde estaba mi móvil, tenía que comprobarlo. Me agaché y miré por el agujero en la madera a través del cual se conectaban ambas manivelas. Lo vi sobre la encimera. Lo había dejado ahí justo antes de meterme en la despensa porque el espacio era muy reducido y no quería rayar la pantalla.

¿Y ahora qué hago?

Pensé en quién me iba a echar en falta ¿Nadie? Mi mujer se había divorciado de mí hacía menos de un año y se había llevado consigo a nuestros pocos amigos. Supongo que no leí detenidamente el convenio regulador, donde eso tenía que venir especificado en la letra pequeña. No tenía trabajo al que faltar ni, por tanto, compañeros que fueran a decirle al jefe que llegaba tarde o que ni siquiera me había molestado en aparecer. Solo conocía el nombre de un vecino del cuarto piso. Los demás habitantes de mi edificio no iban a extrañar dejar de verme bajar por las mañanas a comprar el pan o volver tambaleándome por las noches. Y, para colmo de males, la Administración Pública me había dado por muerto, tampoco iba a echarme de menos.

¡Dios mío!

Esa serpiente roja a la que algunos llaman ansiedad comenzó a trepar por mis pantorrillas. Intenté desmontar las bisagras, no fue posible. Le di puñetazos y patadas a la puerta, solo conseguí herirme los nudillos y estropear mi único par decente de zapatos. Traté de meter las uñas entre las rendijas para arrancar la puerta del marco.

¡Socorro!

Grité desesperado. Una y otra vez. Al principio con pánico, sin esperar para escuchar una posible respuesta. Después, cuando el aire empezó a escasear en mis pulmones, tuve que callar un rato. Comencé a sollozar y a respirar a duras penas. Apoyé ambas manos y la frente contra la puerta para calmarme un poco. Sentí el corazón desbocado en el pecho. No poder aguantar más sin mear fue lo que me sacó de esa espiral de locura. Miré a mi alrededor y descubrí la solución en el último estante. Cogí una botella de vidrio vacía, de las que utilizaba para comprar vino a granel, la sujeté con la mano izquierda, que fue notando cómo el líquido caliente ascendía por el frío vidrio. Cuando terminé, la tapé y la dejé en una esquina en el suelo. No quería que ese pequeño lugar empezara a apestar tan pronto.

Volví a respirar con normalidad. Tenía que buscar la manera de salir de allí y la histeria no me iba a ayudar en nada a conseguirlo.

Piensa —susurré.

No tenía espacio para coger carrerilla e intentar derribar el trozo de madera que me separaba de la vida real. Además, la puerta se abría hacia dentro; sería muy difícil derribar una puerta en el sentido contrario de su apertura.

¿Y si utilizo una de las baldas como ariete o palanca?

Repartí los objetos que había en el estante superior de la izquierda por los huecos que encontré. Levanté la balda y la saqué de las escuadras que la sujetaban, pero entonces me di cuenta de que había sido un esfuerzo inútil: La madera era tan larga como el espacio libre de la minúscula habitación. No podía golpear con ella la puerta porque era imposible retroceder, y nada sobresalía de ella contra lo que apoyar el tablón para hacer palanca. Volví a dejar el estante donde estaba. Resoplé y apreté los puños.

Tengo que pensar con calma y calcular correctamente. Perder el tiempo solo me servirá para frustrarme. Antes de ejecutar un plan hay que pensarlo bien: con la cabeza.

¿Qué podía hacer? Pegué mi oído al agujero redondo de la puerta. No se oía nada, pero nada en absoluto. ¿Cómo era posible ese sepulcral silencio en una finca habitada? Ni pasos, ni el motor del ascensor… nada.

Desde que me mudé, había agradecido la tranquilidad que reinaba en ese edificio en el que la mayoría de viviendas se utilizaban como segunda residencia. No tenía vecinos en mi planta, la primera, ni en la de arriba. Creo que en el tercero tampoco vivía nadie; aunque había visto a una chica un par de veces que no tenía localizado dónde iba… en ambas ocasiones, no recuerdo el motivo, pensé que estaba de visita. Solo me había cruzado el suficiente número de veces como para entablar una conversación con el vecino del cuarto: Diego, un hombre amable que rondaba la cuarentena, como yo; y con una anciana sacando a un perrito. Creo que la vieja vive en el quinto, pero tampoco estoy seguro.

Nunca me ha gustado en exceso socializar, aunque desde la ruptura con Cabrona-Lapiedra empecé a sentir que la soledad no era una elección sino una imposición, y comencé a plantearme la forma en que me relacionaba con los demás. ¿Acaso había algo que debía cambiar en mí? ¿Estaba yo roto? Los comecocos hablan mucho de la importancia de la infancia. La mía fue un desastre.

Un desastre.

Por algún motivo que no me apetece analizar, desarrollé una apatía mórbida por la humanidad. Mis padres no tenían amigos, ni eran personas amables que se relacionaran con vecinos o compañeros de trabajo. Ni tan siquiera de niño me gustaba jugar con otros. De adolescente no me interesaban los juegos de equipo, ni hablar con las chicas. Claro que quería ligar, ¿qué chaval no estaría interesado en eso? Pero sin tanta cháchara, por favor. Por eso Cabrona-Lapiedra era perfecta: Hablaba por los dos y respetaba mis silencios. Cuando nos conocimos no la llamaba así, era Raquel Raquel. La veía tan bonita que sentía la obligación de decir su nombre dos veces. A ella la situé mentalmente en la fina línea entre el cinismo y el pragmatismo, por lo que todavía no consigo entender el motivo de que dejase al chico con el que estaba para quedarse conmigo. ¿Por qué me eligió a mí? Nuestro comienzo fue muy excitante, el sexo ilícito siempre lo es, pero es más placentero cuando se comparte una intimidad, así que a medida que la relación se estableció, perdimos ilicitud y ganamos intimidad. Esto nos lleva a estar destinados a la eterna insatisfacción porque el sexo nunca podrá ser excitante y placentero con una misma persona.

Cómo me engaño, Dios mío. Parecía que me quería. Me lo dijo. Y después me dejó por otro, al igual que al anterior por mí. Cómo fue posible aquello. Cuándo empecé a fallar yo. ¿O es que ella se cansó de mí? Yo vi la felicidad solo por el retrovisor, no en el momento. Y ahora, que siento que le he dado la vuelta al jamón, que ya me he comido los mejores trozos de mi vida, me doy cuenta de lo feliz que fui y lo poco que lo disfruté. Lo peor de la vida es que no se puede retroceder por mucho que la eches de menos, lo desees o lo necesites.

Si cierro los ojos puedo visualizar con total claridad nuestro penúltimo encuentro: Me pareció muy elegante su manera de enjugarse el llanto. Ella se secaba las lágrimas como quien espanta moscas, sin darle importancia. Acariciaba con sutileza sus ojeras para arrastrar con discreción el líquido que parecía manar de otros ojos ajenos a ella.



Me senté en el suelo y puse la cabeza entre las rodillas. Estuve así un rato largo, hasta que el ritmo de mi respiración se volvió a normalizar. Arrastré el culo por el frío terrazo hasta dar media vuelta y apoyar mi espalda contra la puerta. Levanté la cabeza y observé lo que tenía a mano. El estante superior de la izquierda se encontraba vacío y en el resto se apretujaban los objetos en un aparente desorden.

Entre las latas, los cereales, la leche, el agua embotellada y la cerveza puedo aguantar aquí como mínimo un par de semanas.

Me puse en pie e hice un pequeño inventario mental de lo que había. Distribuí la comida en pequeños montones, simulando las raciones necesarias para un día.

Sí, dos semanas aguanto sin despeinarme. Y aire no me va a faltar porque entra por el agujero de las manivelas. Ya se me ocurrirá algo en este tiempo. O vendrá el cartero, llamará al timbre y yo tendré la ocasión de gritarle que necesito ayuda. Lo importante ahora es mantener la calma. Entre otras cosas, porque los ansiolíticos se encuentran al otro lado de la puerta de la despensa.

Nunca le he tenido miedo a la oscuridad, pero el áspid rojo constriñó con fuerza mi corazón cuando por mi mente pasó la idea de quedarme en ese sitio tan pequeño a oscuras. Rápidamente busqué el interruptor, que seguía estando en la misma pared de siempre: al entrar a la izquierda. Encendí y apagué dos veces. Respiré aliviado. Pero el bicho encarnado pronto encontró otro motivo con el que atenazarme: el tiempo.

¿Y ahora qué hago? ¿Cuánto tiempo me tendré que quedar aquí encerrado?

Escuché el sonido del ascensor.

¡Socorro! ¿Me oye alguien? ¡Ayuda por favor! Soy el vecino del primero.

Dejó de escucharse el motor. Mis gritos habían atenuado los sonidos que provenían del exterior, por lo que no averigüé si alguien había subido o bajado.

¡Socorro!

Grité una vez más, por si acaso. Nunca se sabe cuándo te van a escuchar tus salvadores. Nada. No se escuchaba nada.

Me senté en el suelo y apoyé la espalda contra la tabla de planchar que se encontraba colgada en la pared contra la que se abría la puerta. No podía estirar completamente las piernas, pero me encontraba bastante cómodo.

Si es que el que no se consuela es porque no quiere. Yo creo que puedo dormir así. No es mejor que la cama, pero sí que la celda de una cárcel del tercer mundo. He visto programas de prisiones extranjeras y sé que muchos se darían con un canto en los dientes por un lugar así.

»Y ahora solo queda esperar sin desesperar. Inspirar de una manera profunda y lenta. Mantener la mente ocupada es una buena idea. ¿A qué puedo jugar? Esto se le daba genial a Cabrona-Lapiedra. Es una mujer muy divertida. En los viajes en coche, cuando le apetecía, conseguía que pasáramos un buen rato. Sus juegos de preguntas relacionados con el color de los coches que nos cruzábamos eran interesantes gracias a su afilada mente. La quise tanto, que el amor se trasladó desde todos los compartimentos para poder quererla todo. Y dejé de quererme a mí mismo. Aunque en aquel momento no me sentí mal, sino todo lo contario. Qué cierto es que en toda pareja manda más quien menos ama, nunca mandé. Me enamoré de Raquel Raquel nada más verla, aunque fuera del brazo de otro, no pude evitarlo. El final de nuestra relación me sorprendió, aunque mirándolo en retrospectiva también me pareció inevitable. ¿Cómo iba a amarme alguien tras conocerme?

»Voy a abrir una botella de vino. Ya son las siete y está atardeciendo. Tengo media docena de tintos. Puede que ni siquiera tenga necesidad de racionar. Porque hoy es hoy, me voy a empujar la más vieja de todas. El tiempo marca el carácter del vino y de las personas, a ver si se me pega algo del de esta. ¿No hay ni una copa ni un vaso en toda la despensa?

Busqué en vano.

Pues a morro.

Descorché y bebí de la botella como si tuviera sed. Cuando la terminé, me quedé dormido en la esquina más incómoda de esa minúscula habitación, con la cabeza sobre la balda más baja. Tuve una pesadilla: Me consumía por dentro hasta quedarme sin labios, sin sombra y sin consuelo. Me deshacía en el aire como el humo exhalado, como las pompas y los sueños. Me quedé más solo que la una y sentí su ausencia tanto como su recuerdo. Su abandono fue la quilla que partió en dos mi velero. Y me dejó a merced de la tempestad de la vida, que acabó por hundirme en un mar embravecido. Cuando llegué al fondo del océano, el sociópata de mi exjefe me pateó el estómago porque no le reía los chistes sobre los peces.

Me desperté de sobresalto.

¡Ah!

Jadeaba. Estaba oscuro como la boca del lobo. Sentí a la serpiente roja arremolinándose en mis tobillos. Intenté ponerme en pie de un salto. Me golpeé la cabeza no sé con qué. Le di un codazo a la puerta. Busqué a tientas el interruptor. Empujé una lata con la mano y cayó sobre mi pie derecho. Por fin conseguí encender la luz.

Respiré aliviado.

Miré mi reloj de muñeca. Eran las 3:33. Mala hora para todo excepto para comer. Tenía hambre. No había comido nada desde el desayuno. ¿Cómo estaría el arroz de microondas sin calentar? Lo probé.

Repugnante.

Le eché un poco de tomate frito de uno de los botes que descansaban al lado.

Mejor, pero tampoco he descubierto algo como para recomendar.

Abrí un tetrabrik de leche y di un largo trago. Me sentí un poco más aliviado.

Me senté en el lugar más cómodo: con la espalda apoyada contra la tabla de planchar. Nunca había estado muy seguro de mi estabilidad mental, pero la idea que en ese momento me rondaba la cabeza era una locura total. ¿Podía ser que fuera todo fruto de mi imaginación? ¿Que nada de lo que estaba viviendo fuera real? ¿Me lo inventaba para ocultar el hecho de que ella me había dejado?

Es inverosímil esta sucesión de acontecimientos: que me den por muerto, la llegada a Europa de un virus que obligue a confinar a las personas en sus casas y quedarme encerrado en la despensa… ¿Lo estaré imaginando todo para no afrontar que ella se ha ido? ¿No será todo este despropósito fruto de una cárcel mental que yo he imaginado para protegerme del insoportable dolor por su marcha?

Noté al áspid despertar y moverse en el rincón opuesto al que yo ocupaba. Maldita suerte la mía, tener que compartir ese reducido espacio con ese asqueroso bicharraco.

Tengo que dejar de pensar en Raquel. Puedo pasar a mi otro pensamiento recurrente favorito: mi exjefe.

Todavía no había sido capaz de decidir si era un sádico que disfrutó torturándome hasta que yo dejé de ser divertido, como un gato lo hace con un insecto que caza en el jardín; o si me despidió por algún motivo oculto, que coincidió con el hecho de que yo empezara a amargarme por mi divorcio y se endureciera mi carácter. O puede que por una combinación de ambos factores. Claro que él nunca me dijo que estaríamos siempre juntos, como sí lo hizo Cabrona-Lapiedra. Yo la creí. Cuando ella me dejó, aunque absurdos, pero al menos me dio motivos para hacerlo, no como él. Me dijo que había dejado de esforzarme y que la trataba como a un objeto de mi propiedad. Yo me casé con ella porque quería pasar el resto de mi vida a su lado. Ni él ni ella me avisaron antes de que se produjese la ruptura definitiva. No se molestaron en enviarme señales para que yo pudiera hacer algo por evitarlo. ¿O sí? ¿Y si fui yo quien no supe verlo?

Poco después de que se fuera me enteré que había otro. La seguí, es cierto, no estoy orgulloso, pero lo hice porque mi intuición me lo gritó al oído. Y no falló. No me acobardé, por eso sí que siento orgullo: Me planté frente a ellos en mitad de la calle, para que pasaran la vergüenza que merecían. Ella salió con que yo estaba loco. Yo le respondí que todos lo estamos si se nos mira de suficientemente cerca. Raquel dijo que tenía derecho a rehacer su vida, a lo que yo le repliqué que casi todos tenemos espacio para una historia de amor en nuestro interior, pero casi nadie, para dos y mucho menos para tres. Me gritó que empezó con él después de terminar conmigo. La creí. ¿Qué cambiaba eso? Yo seguía siendo la factura olvidada que nadie necesita, el botón cosido en la etiqueta, las gafas de sol de un ciego. ¿Era más importante la infidelidad que la deslealtad? Ella ya no me quería, y el mundo había dejado de tener sentido. Este dolor es cuanto me queda de ella, no sé cómo gestionarlo, lo mantengo pegado a mi pecho como a un bebé muerto, pero no reacciona y sigue inmóvil y frío.

Abracé mis piernas para llorar sobre mis rodillas.

Hacemos lo que podemos y luego morimos.

Acabé quedándome dormido de agotamiento. Cuando desperté, una potente luz se colaba por el agujero de la puerta.

Mi móvil empezó a sonar. ¿Lo había hecho antes y no lo había oído estando dormido? No lo podía saber. Me puse de rodillas y miré por el agujero. Veía la pantalla encendida, pero no quién llamaba. ¿Quién sería? Era bastante improbable, pero podría ser mi madre en una de sus dos llamadas anuales. Seguía sonando. ¿Se preocupará al no obtener respuesta? ¿Y si no devuelvo la llamada en un par de días volverá a llamar? ¿Acabará avisando a la policía alarmada por no poder contactar conmigo? La serpiente se enredó en mi brazo izquierdo y apretó con fuerza. Empecé a notar una presión en el pecho que me dificultaba respirar. El teléfono se quedó en silencio y la pantalla se apagó.

¡Puta vida!

Me estaba empezando a encontrar realmente mal. Me tumbé y elevé las piernas apoyándolas en las baldas. Estuve así bastante tiempo. El suficiente como para no saber dónde se había metido el maldito reptil rojo.

Cosas bonitas. El psicólogo me recomendó que pensara en cosas bonitas y relajantes: Aquel domingo de finales de abril de hace cinco años. Un día sin nada reseñable, pero al que me gusta volver para recrearlo en mi mente. Nos levantamos tarde, dimos un paseo para tomar un aperitivo frente al mar y acabamos comiendo en ese sitio que tanto nos gustaba y tan poco nos podíamos permitir. Por la tarde leímos un rato y dormimos siesta, hicimos el amor y nos acurrucamos. Como diría Lou Reed: tan solo un día perfecto.

Me volví a quedar dormido.

Desperté con la solución.

¿Cómo no lo he visto antes? —dije con los ojos todavía cerrados.

Me puse en pie con dificultad. Utilicé otra botella de vidrío para mis aguas menores. No pensé ni en comer algo; pronto saborearía la libertad y el desayuno sería más sabroso en el exterior. Entraba poca luz por el agujero de la puerta, pero el suficiente para ver el interruptor. Lo desmonté con cuidado. Cogí la batidora —de las pocas cosas buenas que Cabrona-Lapiedra me había dejado— y conecté los cables al enchufe. No tenía cinta adhesiva con la que aislar la corriente eléctrica, así que tendría que gastar mucho cuidado de no electrocutarme ni provocar un cortocircuito.

Pulsé el botón y funcionó. La serpiente roja tuvo que volver al oscuro agujero del que pretendía escapar. Las aspas capaces de picar hielo giraron amenazantes en el aire. Moví el regulador hasta la posición turbo y ataqué a la puerta por el agujero de las manivelas: su punto más débil. El ruido era ensordecedor. Ojalá que algún vecino viniera a quejarse por el ruido o llamara a la policía. Paré al cabo de un rato y toqué el metal del electrodoméstico. No estaba preocupantemente caliente. Continué en mi empresa. Las virutas saltaban en todas direcciones. Sujeté con mi mano izquierda una de las botellas vacías de vidrio cerca de mis ojos, a modo de protección ocular.

Tardé un rato, pero finalmente funcionó. Pude acceder a la pestaña del mecanismo que mantenía la puerta cerrada. Cuando tiré de ella y se oyó ese divino «clic», pensé que mi corazón iba a explotar de felicidad. La bicha se escondió detrás de la tabla de planchar.

Tiré de la puerta y esta giró sin oponer resistencia.

Gracias, Dios mío.

Pegué la espalda a las baldas, metí menos barriga que al entrar y abrí de par en par. Me derrumbé nada más pisar la cocina. Las lágrimas brotaban de mis ojos, de mi nariz, de mis orejas, de la punta de mis dedos… Todo mi cuerpo lloraba aliviado.

Salí al balcón a respirar. Un obsceno sol me calentó la cara. Qué bonito era todo. Lloré como un hombre: sin taparme ni intentar disimular. Y grité:

¡Sí!

Y ya estaba todo dicho.

Me senté en el sofá, para tumbarme a los pocos minutos. Qué comodidad. Era como recostarse en una nube o en el regazo de Raquel. Ella era el cielo al que llegaba cada tarde. Mi único deseo era estar a su lado. Dicen que aceptamos el amor que creemos merecer. Desde el principio pensé que yo no era suficiente para estar con ella y este mundo no parece entender la frustración del olmo al que le piden peras, pero milagrosamente pude estar con Raquel Raquel aunque fuera por un tiempo limitado de mi existencia. No sé si sufrí síndrome de la profecía autocumplida y que por repetir estos pensamientos destructivos llevé nuestra relación al desastre, pero siempre supe que me acabaría dejando y me fui preparando para ese momento. ¿Fui un visionario o un necio?

Entré en un estado de duermevela en el que irrumpió la funcionaria narigona para repetirme las palabras que pronunció en la oficina de empleo: «El azar le ha dado una oportunidad para empezar de cero». Pronunció repetidas veces la frase.

Cuando desperté, miré el móvil. La llamada perdida procedía de un número desconocido. Estuve mucho rato leyendo las noticias. Eran difíciles de procesar esas imágenes de las avenidas principales vacías de tantas ciudades.

Decidí descongelar la pierna de cordero que guardaba desde las Navidades para una buena ocasión. Esa lo merecía. Di buena cuenta de ella, regada con un par de cervezas.

Yo he decidido ser feliz y, para ello, no puedo guardar piedras en el corazón. Pero es tan difícil en ocasiones, cuando recuerdo sus mentiras… Ojalá las palabras fueran menos pesadas que la sangre y pudiéramos dejarlas flotar en ella hasta expulsarlas al ir al aseo. Cuántas mentiras muestran las palabras y qué pocas verdades. Pero algo bueno tuvo nuestro amor y es que fue de esa clase que te engancha y te hace ser mejor hombre al plantearte quién eres en realidad y lo que eres capaz de perdonar. A ella, todo. ¿Y a mi exjefe? ¿Debía perdonarlo? Decidí que no. Comencé a trazar un plan sin poner nada por escrito.

Este lobo ya está hartito de recibir palos.



Por la tarde guardé en mis pantalones una de las jeringuillas de insulina que Raquel se había dejado en el botiquín, cogí la única botella de güisqui bueno que tenía y me dirigí a casa de mi exjefe. Una de las cosas buenas que había traído el estado de alarma es que todos nos encontrábamos localizados en nuestros domicilios. El único problema es que parecía haber más policía que nunca por las calles. Me pararon en un control a cinco minutos de mi destino. Maldita suerte la mía.

—Buenas tardes, caballero —me saludó el policía a un metro de mi coche—. ¿A dónde se dirige usted?

—Buenas tardes, agente —más me valía ser educado en ese momento—. Voy al campo a dar de comer a las gallinas. En el maletero llevo un saco de pienso.

—¿Y eso también es para los pájaros? —preguntó señalando la botella que descansaba en el asiento del copiloto.

—Ese es mi alpiste, agente.

Ambos reímos. Me dejó continuar mi camino.

Cada vez que el inútil informático de mi exjefe se compraba otro juguete, me obligaba a ir a su casa fuera de mi horario laboral para que se lo configurara. No hacía ni tres meses que estuve en su casa por última vez. Limpié a conciencia la botella antes de llamar al timbre.

—¿Qué haces aquí, Juan? —Fue lo primero que me preguntó cuando me abrió la puerta de su céntrico y carísimo piso.

—No tengo con quién tomarme esta botella —Le mostré el reclamo— y me he acordado de ti… Como dijiste que siempre podíamos ser amigos. ¿No tendrás ningún otro cacharro que necesites que te deje operativo? —Alguien tan obtuso como él con la informática siempre tenía un descosido que resolver.

—Pues ahora que lo dices… —dijo mientras me franqueaba el paso echándose a un lado.

Ejecuté el plan al milímetro: Al principio no bebí con la excusa de tener la mente clara para arreglar el lío de cables que él había montado, le tiré de la lengua para que charlara y no se diera cuenta de que se estaba bebiendo él solo una botella entera y, finalmente, le golpeé en la sien con un jarrón que luego limpié minuciosamente.

Una vez que quedó inconsciente, lo tumbé en el suelo —del lado en que le había golpeado, para que pareciera que la cabeza había dado contra el piso— y le busqué una vena en la mano. Aunque no era necesario por ser una inyección subcutánea, la hormona actuaría más rápido si se la pinchaba directamente en su torrente sanguíneo. Vacié el contenido de la inyección y esperé a que la insulina le provocara la hipoglucemia que iba a tapar mi venganza. Le hice un arañazo donde le había clavado la fina aguja, no fuera a ser que diera con un forense demasiado meticuloso, aunque sabía a ciencia cierta que, por motivo de la pandemia, no se realizaban autopsias si no era evidente que la causa de la muerte era de origen violenta.

Entre que convulsionaba y moría, yo me dediqué a limpiar cada uno de los sitios donde me había apoyado. De todas formas, aunque descubrieran una huella mía, al ser la de un muerto que había estado hacía tiempo en ese domicilio, la descartarían por antigua.

Ahora sí que sentía que podía empezar de cero.


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