HABITACIÓN 523



En aquel hotel nada parecía normal: ni la moqueta azul jalonada de inescrutables y coloridas manchas, ni los interminables y quejicosos pasillos, ni las puertas de las habitaciones con mirillas que observaban como pupilas al paso de los recién llegados.

Como una ajada vedete que ha tirado la toalla en la imposible guerra contra el tiempo, el edificio mostraba sin pudor su edad, que se debía contar en décadas.

La huésped no había reservado directamente. La agencia de viajes con la que trabajaba su empresa lo hizo en su lugar, por lo que no tuvo la oportunidad de ver fotos de las habitaciones. Era de noche cuando llegó, y el viejo recepcionista la recibió con el mismo entusiasmo que los espejos de azogue del vestíbulo.

—Buenas noches —saludó ella y esperó en vano respuesta—. Me llamo Sara Orts y tengo una habitación reservada. ¿Quiere el número de reserva?

—No es necesario —respondió el anciano del otro lado del mostrador—. Habitación 523 —informó a la vez que le tendía la llave de la que colgaba un enorme rectángulo de baquelita azul con el número grabado y pintado de blanco.

Al principio le sorprendió que todavía existiesen hoteles donde se siguieran utilizando llaves físicas y no magnéticas, pero cuando subió al ascensor comprendió que ningún elemento se había actualizado en ese lugar desde su inauguración.

La luna se mostraba débilmente tras el tragaluz del séptimo piso, que coronaba uno de los patios interiores del alojamiento, bordeado por los pasillos que daban acceso a las habitaciones. Ella recorrió el interminable corredor de la quinta planta con un extraño ruido, como de turbina, a su espalda. Aceleró el paso. Se sintió aliviada cuando llegó a su destino. Antes de abrir, miró en todas direcciones tratando de localizar los ojos que la observaban. No lo consiguió.

Nada más cruzar el umbral, cerró con fuerza la puerta tras de sí. Echó el cerrojo y atrancó girando la llave todo lo que la cerradura le permitía.

Algo en ese lugar le hacía sentir incómoda.

Al entrar se encontraba una pequeña cocina. A continuación, la sala. Y a la izquierda se situaban el baño y el dormitorio. Abrió todas las puertas y miró bajo la cama y el sofá. Solo montañas de polvo aguardaban con paciencia infinita a ser recogidas.

Deshizo la maleta y abrió la botella de vino que llevaba en ella. Hacía años que no era capaz de dormir si antes no bebía un par de copas o ingería una de sus pastillas mágicas. Era su ritual de sueño desde que se divorció. Su trabajo la obligaba a viajar a Madrid cada bimestre, por lo que aprendió a guardar las botellas envueltas en calcetines para que no reventasen en el equipaje.

La titilante lámpara de la sala acrecentaba la profunda tristeza que dormitaba en ese hotel.

Encendió la televisión y bajó el volumen porque escuchó ruidos en el pasillo. Se asomó a la mirilla y vio pasar a un hombre oriental. No supo si fue por el efecto ojo de pez, pero le dio la sensación de que el tamaño de su cabeza era descomunal respecto al del cuerpo. A la altura de su habitación, él giró la cabeza hacia su izquierda y la miró a través del fino cristalito esférico. Sara dio un salto hacia atrás y se quedó petrificada.

«¿Es posible que me haya visto? No. Es fruto de mi imaginación.»

Tras servirse la última copa de vino, dejó caer las gotas que quedaban en la botella por el sumidero —por aquello de la mala suerte—, y como si se encontrara en un camarote, se dirigió en un interminable zigzag a la cama.

«Mañana será otro día.» Pensó como excusa por no lavarse los dientes.

Al día siguiente no le dio tiempo tras levantarse —después de haber pospuesto la alarma en tres o cuatro ocasiones— a pensar en nada o a recordar lo ocurrido la noche anterior. Con el tiempo dando palmas a su espalda, siguió el plan de ducha y desayuno lo más rápido que pudo.

«Por lo menos hoy no tengo náuseas. Podría ser peor.»

La jornada de formación y las posteriores reuniones de trabajo ocuparon todo su día.

El after work se alargó hasta la madrugada, momento en el que el edificio en el que ella debía dormir recobraba su fuerza.

—En la reunión de mañana encontraremos el late motive de nuestro informe anual —concluyó Sara—. Ya lo verás, Hugo.

—Hay más cosas en los cielos y en la tierra, Horacio, de las que jamás soñó tu filosofía —le respondió el compañero de la provincia vecina que, como buen caballero, la había acompañado hasta la puerta de su hotel. El de él quedaba a tres manzanas.

—No te entiendo —admitió ella.

—Es una frase de Hamlet para decir que no todo tiene explicación científica… Mañana lo hablamos, que es tarde, Sara. Buenas noches.

—Buenas noches —se despidió ella.

Sara subió los siete peldaños que le daban acceso al edificio y giró a la izquierda para recoger su llave en la recepción. No había nadie allí. Buscó un timbre o algún otro sistema para llamar, pero no encontró cómo hacerlo. Notó una mirada clavada en su nuca y se giró de golpe. Vio de refilón a un hombre cabezón al fondo del hall. Despareció por un corredor que daba acceso a los ascensores.

«¿Era el chino de anoche?»

—¡¿Hola?! —gritó tratando de llamar la atención de cualquiera que pudiera oírla.

Aguardó atenta a cualquier sonido. Solo escuchaba un ruido de turbina. Fruto del cansancio y del alcohol, abrió la portezuela que daba acceso al interior del mostrador, entró con decisión, buscó su número de habitación entre los casilleros, descolgó la llave y se dirigió a los ascensores sujetando con fuerza a su presa en la mano derecha.

Cuando, esta noche sí, se estaba lavando los dientes, oyó un golpeteo.

«¿Ese ruido es en mi puerta?»

Volvió a utilizar la mirilla para observar lo que ocurría en el pasillo. Se le heló la sangre al ver al mismo chino de la otra noche a menos de un metro de ella.

Repiqueteó con los nudillos en la puerta.

—¿Qué quieres? —preguntó ella. No fue capaz de disimular el miedo en su voz.

—¿Funciona el agua en tu habitación?

Sara se acababa de lavar los dientes. No necesitaba ir a comprobarlo.

—Sí, en la mía sí.

—En la mía no —informó él—. ¿Me podrías llenar esto? —preguntó mientras alzaba la mano izquierda, con la que sujetaba una cubitera.

—Llama a recepción si tienes problemas.

—Lo he intentado y he bajado también, pero no hay nadie. —Esperó una respuesta que no llegó—. Solo necesito un poco de agua.

¡No voy a abrir la puerta! —gritó ella claramente asustada

—No te voy a hacer nada —dijo él con un tono de enfado que iba subiendo a medida que hablaba—. Te estoy pidiendo algo razonable, que cualquier ser humano haría por un semejante. ¡Solo quiero un poco de agua! —Golpeó la puerta con la cubitera.

—¡Que te vayas! Voy a llamar a recepción.

Se dirigió al teléfono que se encontraba junto a la televisión.

—Suerte —le deseó él desde el pasillo.

Sara comprobó que el aparato daba línea. Marcó el cero y esperó hasta que fue obvio que no iban a responder. Confirmó en la base del teléfono que el número para contactar era el cero. No había ningún otro número al que ella pudiera llamar.

—¿Ves como no responde nadie? —preguntó el chino.

«¿Cómo sabe que he llamado?»

—¿Y no hay nadie más en toda la planta? —inquirió ella.

—¡Llevo más de una hora intentando localizar a alguien! Con las voces que estamos dando, ¿no crees que alguien se habría asomado ya? ¡Joder!

—A mí no me hables así —respondió Sara.

—Perdona. Perdona, por favor. Yo también estoy muy nervioso.

Ella lo volvió a observar por la mirilla. Había apoyado la frente en la puerta. Parecía desolado.

—Lo siento, de verdad —se excusó Sara—. Pero entiende que no es seguro abrirle la puerta a un desconocido… de noche… en Madrid.

—¿Y si dejo aquí la cubitera y me voy a mi habitación? Tú la llenas y dentro de un rato salgo yo y la recojo.

Ella quería decir que sí. Deseaba ser capaz de hacer algo por ese desconocido. Pero el instinto le advertía de que no debía abrir.

—¡Vete o llamo a la policía!

—¿Y qué vas a denunciar? —preguntó él, tan alterado como ella—. ¿Que un vecino de habitación te ha pedido agua y tú, como una mala persona, se la has negado?

A Sara le entraron ganas de llorar. Se encendió un cigarrillo y se acercó de nuevo a la puerta.

—¿Estás fumando? —preguntó ofendido el hombre—. Está prohibido fumar en las habitaciones.

—¿Y qué vas a hacer?

—Lo mismo que tú.

Sara observó al cabezón mirar a ambos lados y luego desaparecer por la derecha. Ella pegó su cara a la izquierda todo lo que pudo. Le había perdido. Miró a derecha y a izquierda. No lo veía. De pronto lo vio aparecer al otro lado del patio central, en el pasillo de enfrente. Encendió un cigarrillo, le dio dos caladas y levantó el brazo como la estatua de la Libertad.

«¿Qué hace?»

Se dio cuenta de que intentaba hacer saltar la alarma antihumo.

«¿Qué hago, Dios mío? ¿Y si abro la puerta y corro hacia las escaleras? Él está en al otro lado del patio, no creo que le dé tiempo a alcanzarme. ¿Y si tiene un compinche? ¿Y si me cogen? Voy a asomarme a la ventana y a gritar.»

Corrió al otro lado de la sala y descorrió las cortinas de lamas. Giró la manivela del ventanal y lo abrió apenas unos centímetros. Eran unas ventanas oscilobatientes de seguridad, de las que impiden que la gente pueda saltar desde ellas. Miró el edificio de enfrente. Era de oficinas. Si gritaba y la oía alguien desde la calle, no podría saber dónde se encontraba ella.

—Por aquí no—dijo en voz alta y miró hacia la puerta, temiendo que él la pudiera escuchar.

Corrió al dormitorio donde había dejado el móvil. Se había apagado por falta de batería. Abrió el cajoncito de la mesita de noche, donde había guardado el cargador y un montón de cosas más. Las dejó caer todas al suelo y tiró del cable negro. Enchufó y pulsó el botón de encendido. Se encendía la pantalla y se volvía a apagar. No tenía suficiente batería para conectarse todavía. Tendría que esperar unos minutos.

«¿Cuántos?», pensó.

Volvió a la puerta y miró por la mirilla. No veía al chino. Ya no estaba bajo el detector de humos, ni en ningún sitio.

«¿Dónde está? ¿Dónde cojones se ha metido?»

La turbina sonaba cada vez con más fuerza.

De repente apareció frente a ella.

—¡Ah! —gritó Sara y golpeó la puerta por el susto.

—Todo lo que vemos o sentimos es solo un sueño dentro de sueño —citó él a Edgar Allan Poe.



La llave de la habitación 523 amaneció en su casillero. Su compañero de trabajo aseguró a la policía haberla acompañado hasta la puerta del hotel, pero se encaminó hacia el suyo cuando ella empezó a subir las escaleras, por lo que no la vio entrar. El recepcionista testificó que no se movió de su puesto en toda la noche y que por allí no pasó. Una vidente, a quien contrató la familia de Sara un año después de su desaparición, afirmó que no estaba en este mundo ni en el otro.

Nadie volvió a ver a Sara Orts.


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