EL PERDÓN DE LA MAR



Las cortinas se mecían con el aire como si las ventanas respirasen, de una forma rítmica y pausada, coreografiadas por un Dios infinito que se centra en los pequeños detalles. Como la suave marea veraniega, el pecho de un amante enfadado o su mente en ese momento: con idas y venidas.

En esa habitación no había dos muebles comprados por la misma persona. Cada una de las piezas la había traído un inquilino diferente y, fuera de lo que cabría esperar, todas encajaban en un conjunto armonioso; como si los objetos hubieran decidido llevarse bien entre ellos, como si de esa forma la existencia tuviera sentido y que una mujer yaciera inconsciente en el suelo fuera algo que no tenía por qué desentonar si no se quería.

Ella respiraba al compás de las cortinas y sangraba gota a gota por la nariz. El lento fluir del líquido rojo resbalaba por la mejilla hasta caer al suelo, donde se amontonaba en forma de mancha de Rorschach. Cualquiera hubiera dicho que el charquito tenía forma de puño masculino, incluso ella, si hubiera podido hablar.

La puerta de entrada permanecía abierta, como siempre que ocurre una desgracia en una casa. El eco del perfume a redes y espuma flotaba en el vano, pero se iba disipando y en pocos minutos ya no quedaría nada de él en esa vivienda. Eso la habría alegrado, si lo hubiera olido.

Él afirmaba que la mar y esa mujer que ahora estaba tumbada y sangraba eran sus dos grandes amores, claro que a una la trataba mucho mejor que a la otra, o por lo menos no les pegaba a las olas, ni insultaba al agua salada, ni siquiera miraba mal a esa inmensa masa líquida que albergaba a los peces que él se esforzaba en sacar, limpiar y vender.

Esa sería la última vez. No porque lo hubieran decidido ninguno de los dos, ni tan siquiera un tercero; sino porque las cortinas dejaron de mecerse de pronto y se pegaron a los cristales, como se contrajeron los pulmones de ella al parar de moverse su pecho, como se retrajo la pleamar justo cuando a él le dio un calambre en la mano y se le cayó el cigarrillo que sostenían sus temblorosos dedos, y se quemó el pie derecho mientras conducía. Dio una patada al plástico duro del coche, pegó un volantazo involuntario y perdió el control en parte por culpa del agua salada que anegaba sus ojos. Y el destino quiso que se fuera al fondo de ese mar que tanto amaba, con el último recuerdo de la mujer que tanto decía amar, pero que nadie que estuviera en su sano juicio y los hubiera observado un sábado por la noche afirmaría lo mismo.

Cuando las ruedas del vehículo se posaron sobre el lecho marino, él seguía intentando soltar el cinturón de seguridad, como un canario la puerta de la jaula o ella, hacía un rato, el antebrazo de su mano. Se volvieron de piedra sus músculos, sus ojos y su aliento cuando la vio aparecer flotando. Refulgía como una luciérnaga y desafiaba las leyes de la física con sus movimientos. Llegó hasta él, le cogió la cara con ambas manos y dijo:

—Yo te perdono y me libero, pero no así la mar.

Las manos de ella se tornaron alas de paloma y se elevó volando más allá de las voluptuosas nubes. Entonces a él se le petrificó el corazón con la poca densidad que tienen los corales rojos, la piedra pómez o el ámbar gris que segregan los cachalotes. Y acabó emergiéndole por la boca, flotó por el puerto, recorrió la bahía, salió a mar abierto, llegó al centro de un océano y, una vez allí, esperó a ser perdonado.


© 2021 Montse Godrid. Todos los derechos reservados.

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